¡Fuego!
La lava, esa roca fundida, licuada por el calor de las profundidades de la tierra, que sale por el cráter a más de 1000 grados, avanza por la ladera y ningún obstáculo puede detenerla: casas derribadas como si fueran de cartón, plantaciones, árboles, carreteras, coches... Una lengua de 5 metro de alto y 500 de frente, una masa descomunal de roca fundida se abre paso despacio pero imparable, incendiando todo lo que toca.
Este es el poder destructor del fuego que hemos contemplado impotentes en Sierra Bermeja y en la erupción del Cumbre Vieja...
Pero el fuego tiene también un poder constructor, cuando calienta los hogares, protege de la nevada, cocina los alimentos, hace trabajar a las fábricas y a los transportes. Esa energía es la misma vida de los pueblos... En la poesía se habla del amor como de un fuego, una energía que impulsa a los amantes a saltar todas las barreras. Y en este sentido Jesús afirma “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?” Es el fuego de la caridad que vence todos los obstáculos y nos lanzan a cumplir con nuestro deber sin miedo.
¿Nos valen un par de ejemplos? Ahí está santa Teresa de Calcuta, que se lanza a recoger a todos los más enfermos y pobres que están materialmente tirados en la calle, muriéndose de hambre y de soledad. Y ella sola ha generado una revolución que se ha extendido por el mundo entero. Es la acción poderosa del Espíritu Santo la tercera persona de la Santísima Trinidad, que identificamos con el mismo amor de Dios, y que se hace presente por las llamas de fuego que se posan sobre los apóstoles el día de Pentecostés.
Y ahí tenemos a san Juan Pablo II, otro santo de nuestro milenio, que recorre el mundo entero predicando el Evangelio en la Polonia comunista, a los intelectuales, a los artistas, a los poderosos de la ONU, a los pobres de las favelas, a los mineros de Colombia, a los hebreos y a los árabes, a Castro, a Gorbachov... ¡Lo que hemos visto! Los santos no tienen fronteras, porque el fuego del amor las traspasa.
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